9.1 La transición: El ya pero todavía no

 


Iniciando por lo más claro: El nuevo pacto ya ha sido inaugurado. Cristo —en miras hacia la cruz— al instaurar la eucaristía declara: “Esto es mi sangre del nuevo pacto” (Mr. 14:34). En Heb. 7:22 y 8:6, el autor de la carta reconoce a Jesús también como fiador del nuevo pacto. El nuevo pacto no solo ha sido inaugurado, sino que la obra expiatoria de Jesús fue consumada; el propósito de los pactos —antiguo y nuevo— es establecer una relación de pueblo-Dios, lo cual ya sucedió mediante el sacrifico de Cristo al ser crucificado y destruir la separación que había entre Dios y el hombre que impedía esa relación.

Otro asunto de la misma índole, pero relativo a la perspectiva del tiempo: los autores del Nuevo Testamento se identificaban como viviendo los ‘últimos tiempos’, es decir, en el final de la primera era o aión. 1 Jn. 2:18 dice: “Hijitos, ya es el último tiempo; y según vosotros oísteis que el anticristo viene, así ahora han surgido muchos anticristos; por esto conocemos que es el último tiempo”.[1] Al reconocer que ellos, los del primer siglo, estaban en los últimos tiempos viene a descartar que quienes vivimos muchos siglos en el futuro podamos estar en los últimos tiempos, sería una total contradicción y un atentado contra las palabras de los inspirados hagiógrafos. Ellos no se reconocían como dentro del ‘siglo venidero’, esto les era una esperanza futura, sin embargo, siempre próxima y cercana e incluso inminente.

El análisis de la inauguración o consumación del reino de Dios a primera impresión puede ser algo más confuso; es tanto una realidad anunciada o acercándose[2] (Mt. 4:17, Lc. 16:16), como presente (Mt. 12:28, Lc. 17:20-21) como por inaugurarse (Mt. 6:10, Lc. 17:20-21, 19:11-27).

Los judíos esperaban que el reino de Dios en el mundo fuera una realidad terrenal innegable y que fuera admitida por todos; un derrocamiento obvio y físico del orden mundial entero, donde Israel gobernaría a las demás naciones con mayor poder que los babilonios y otros grandes reinos del pasado (Dn. 2:44). Pero Jesús enseñó que el reino había venido de manera diferente, ya que el reino de Dios no es un reino visible, sino que es espiritual. Jesús mismo declaró que “Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí” (Jn. 18:36). En contraste con los afanes materiales y propios de la naturaleza física del hombre —alimento, vestido, vivienda— Jesús insta a que discípulos: “Mas buscad [tiempo presente] primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas” (Mt. 6:33) y tiene concordancia con el “hacer tesoros en el cielo” y no tesoros materiales de Mt. 6:19-21. En Mt. 6, Jesús hace un sostenido contraste entre la manera adecuada y la incorrecta de observar los elementos propios de la espiritualidad judía como: la oración, el ayuno o la limosna; siendo lo aceptable ante el Señor la espiritualidad genuina y no la que sirve a las apariencias. Es en este aparente contexto —que tiene buena correlación también con los paralelos de Lucas— es que Jesús insta a buscar el reino de Dios y “hacer tesoros en el cielo”. En el mismo sentido, Mt. 23 es una tremenda acusación de Jesús hacia los fariseos, donde se les acusa de llevar una espiritualidad cínica y corrompida en busca de su propio beneficio y auto exaltación. Añadían aún más rituales a la misma ley de Moisés para mostrarse aún más piadosos y exigían al resto que también lo practicasen. Ellos al practicar y difundir esta forma de espiritualidad “atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen sobre los hombros de los hombres; pero ellos ni con un dedo quieren moverlas”[3] (Mt. 23:4), también “…diezmáis la menta, y la ruda, y toda hortaliza [lo visible y material], y pasáis por alto la justicia y el amor de Dios” (Lc. 11:42). Con todo esto los fariseos e intérpretes de la ley son acusados de que “cerráis el reino de los cielos delante de los hombres; pues ni entráis vosotros, ni dejáis entrar a los que están entrando” (Mt. 23:13), y la solución para los acusados de corromper el pacto es esta: “dad limosna de lo que tenéis, y entonces todo os será limpio” (Lc. 11:41), o sea volverse a lo esencial de la ley de Dios. Por el contrario, en Mt. 5:2-12, en un paralelismo de 9 componentes, se dice de aquellos verdaderamente temerosos de Dios[4] que de ellos es el reino de los cielos[5], con todas las promesas y características enumeradas en aquel sermón que este reino conlleva. En armonía con esta idea, Jesús dice “…El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; [presente] y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida” (Jn. 5:24), donde la fe genuina da entrada a la vida eterna —lo cual es también el reino de Dios. Es así como se puede concluir que el reino de Dios era alcanzable por aquellos contemporáneos a Jesús, sin tener que esperar un total y completo establecimiento del reino. Pablo dice también respecto al reino de los cielos, en contraste con lo terrenal que: “Mas nuestra ciudadanía está en los cielos” (Fil. 3:20a), y también “en quien [Cristo] vosotros también sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu” (Ef. 2:22), aludiendo a que el reino de Dios es espiritual. Juan se identifica también como copartícipe del reino junto con las iglesias de Asia en las palabras introductorias de Apocalipsis (Ap. 1:9).

La idea del ‘ya pero todavía no’ —difundida por autores como Herman Ridderbos— es esta, una realidad presente, pero a la expectativa de un cumplimiento futuro, sin embargo, no se debe perder de vista que lo que era aplicable a la primera mitad siglo I d.C. puede no serlo para hoy.

Se vislumbra con lo anterior que lo contrario al reino de Dios es la corrupción en la que ha caído la aplicación de la ley; el reflejo del carácter de Dios reflejado en su ley se ha convertido en una mera religiosidad para la autocomplacencia que resulta objeto de condena (Mt. 23:32-33). En otras palabras, lo que sostenía el antiguo pacto —la aplicación de la ley y el sacerdocio, que venían en franca decadencia— es parte de lo malo y debe dar paso al reino de Dios. En consonancia con esto, Heb. 8:13 dice: “Al decir: Nuevo pacto, ha dado por viejo al primero; y lo que se da por viejo y se envejece, está próximo a desaparecer”, para ese momento el ritual del Templo era considerado solo como “figura y sombra de las cosas celestiales” (8:5, cf. 10:1) y defectuoso, que requería de un reemplazo o dar paso a lo nuevo (8:7). Cristo no es parte de ese judaísmo corrompido ni su envanecido ritual; Él mismo oficia de manera perfecta lo que el hombre imperfecto corrompió (Heb. 9:11-25). El sacrificio de Cristo en la cruz deja sin razón de ser el rito judío sobre el holocausto y aquella manera de expiar el pecado (Heb. 10:1-12), por lo que luego de consumada la obra del Señor en la cruz, para aquel tiempo la expectativa sobre la antigua liturgia era esta: “…He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad; quita lo primero, para establecer esto último” (Heb. 10:9), siendo necesario terminar con el antiguo pacto y su ritual para que sin sus interferencias emerja lo nuevo.

Desde la perspectiva del reino, Jesús mismo se desmarca de los judíos y sacerdotes, no identificándose como rey de ellos sino del reino de los cielos:

 

Pilato le respondió: ¿Soy yo acaso judío? Tu nación, y los principales sacerdotes, te han entregado a mí. ¿Qué has hecho? Respondió Jesús: Mi reino no es de este mundo. (Jn. 18:35-36a).

 Ahora bien, al calificar al pacto mesiánico como ‘nuevo’ no se está queriendo decir que es inédito o que no tenga un precedente. El descarte del antiguo pacto en pro del nuevo no se hace en desmedro de los israelitas; los verdaderos israelitas, gente del pacto y auténticos servidores de Dios. La mejor ilustración de cómo se estructura esto se halla en Rom. 11, donde Pablo mediante una metáfora extendida describe al Israel del pacto como un olivo, donde hay israelitas étnicos que son quitados del olivo —otros israelitas se mantienen en él— y gentiles que son añadidos al olivo para formar un solo árbol. El discurso inicia diciendo: “Digo, pues: ¿Ha desechado Dios a su pueblo [Israel]? En ninguna manera” (Rom. 11:1). Existió un remanente fiel de israelitas étnicos (Rom. 11:5) que se mantuvo y se hacen parte del nuevo pacto; son aquellos bienaventurados identificados en Mt. 5:2-12.

En relación a los israelitas infieles y los gentiles, esta metáfora es clara: “Pues si algunas [no todas] de las ramas fueron desgajadas [israelíes que quebraron y corrompieron el viejo pacto, como los fariseos], y tú, siendo olivo silvestre [gentil], has sido injertado en lugar de ellas, y has sido hecho participante de la raíz y de la rica savia del olivo [el nuevo pacto]” (Rom. 11:17). Es en este sentido que se debe entender lo dicho por Jesús: “Por tanto os digo, que el reino de Dios será quitado de VOSOTROS, y será dado a gente que produzca los frutos de él… Y oyendo sus parábolas los principales sacerdotes y los fariseos, entendieron que hablaba de ELLOS” (Mt. 21:43,45, énfasis añadido), el reino de Dios no habría de ser quitado de todo israelita; sí de aquellos corruptos dentro de la nación que no se arrepintieron y entregado a gentiles que sí participan del nuevo pacto.

Aplicando acá los principios hermenéuticos usados en el capítulo siete, el nuevo pacto de Jer. 31:31 era “con la casa de Israel y la casa de Judá”, por lo que no hay tal cosa como un reemplazo de Israel por la Iglesia,[6] el pacto se dirigía a Israel y Judá. Se concluye entonces que la Iglesia del nuevo pacto —o mejor dicho los gentiles— se incorpora al remanente fiel de Israel, a la vez que este Israel se incorpora al nuevo pacto para también formar parte de la Iglesia, el ‘cuerpo de Cristo’, la verdadera congregación y pueblo de Dios.

El renuevo de Israel y las antiguas promesas tienen fiel cumplimiento en Israel, mas no en el Israel del quebrado antiguo pacto, sino en el Israel que es parte del nuevo pacto.


    Desde al Antiguo Testamento, la expectativa acerca del reino de los cielos era que este llegara verdaderamente y en su plenitud; con el señor verdaderamente reinando. El acercamiento del reino que Jesús proclama en Mr. 1:15 era solo eso, un acercamiento, el cual debía consumarse en un plazo razonable. Es incompatible pensar en este mero acercamiento como extendiéndose por mucho tiempo como si fuera la norma, sin que llegara la consumación final y esperada de lo perfecto.

[1] Cf. 1 Co. 10:11, Heb. 1:2, 9:26, Jud. 1:17-19, etc.

[2] Considérese también lo que C. H. Dodd observa: que mediante una hipotética reconstrucción del griego al arameo —lengua en la que fueron pronunciadas estas palabras— de las expresiones del tipo “el reino de Dios se ha acercado”, sería más preciso entenderlas como “El reino de Dios ha llegado”. Esto también para concordar con la afirmación de Mt. 12:28 y otras que reflejan el reino de Dios como en presente.

Dodd, Las Parábolas del Reino, pág. 61.

[3] En sentido metafórico quiere decir que añaden aún más cláusulas a la ley. El paralelo de Lc. 11:37-54 complementa el relato con las mismas acusaciones y especificando que estas cargas se tratan de las costumbres de los fariseos, las cuales exigen lavar los platos, las manos y hasta el codo para antes de comer, no por motivos higiénicos sino meramente rituales.

[4] Calificados a la vez como ‘pobres en espíritu’, ‘que lloran’, ‘mansos’, ‘con hambre y sed de justicia’, ‘misericordiosos’, ‘limpios de corazón’, ‘pacificadores’, ‘perseguidos por la causa de Cristo’ y eventualmente vituperados por ello.

[5] Paralelismo es claro que también esto se define como: heredar la tierra, ser saciados de justicia, alcanzar misericordia, ver a Dios, ser hijo de Dios y tener galardón grande en los cielos.

[6] El término griego para ‘iglesia’ es equivalente a la ‘congregación’ del éxodo (ver Ex. 12).

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