10.4 Evangelios I: antecedentes clave: El pecado capital

 


El Tishá be’Av, junto con las 5 grandes calamidades, conmemora también —según la rama del judaísmo— otros eventos dolorosos en la historia judía: la persecución, asesinato o expulsión de aquel pueblo en Alemania (1941), Rusia (siglo XIX), España (1492), Francia (1306), Inglaterra (1290), las cruzadas (1096) y varios otros. El motor principal de la persecución a este pueblo ha sido el antisemitismo. Este sentimiento de odio hacia los judíos no se inició en la Alemania Nazi ni en la Europa medieval del tiempo de las cruzadas, sino que se pueden rastrear sus causas desde el inicio de la era cristiana:

 

Oh Israel criminal, ¿por qué has cometido esta inaudita injusticia, arrojando a tu Señor a sufrimientos sin nombre,

al que es tu amo,

al que te modeló,

al que te creó,

al que te honró,

al que te llamó Israel?...

 

Tú no te has mostrado como Israel, pues no has visto a Dios,

no has reconocido al Señor,

no has sabido, Israel, que éste es el primogénito de Dios…

 

Con él has sido impío,

con él has cometido iniquidad,

a él has dado muerte,

con él has traficado, reclamándole los didracmas como precio de su cabeza…

 

Verdaderamente amarga es para ti esta fiesta de los ázimos, como está escrito:

«Comeréis panes ázimos con hierbas amargas».

Amargos son para ti los clavos que afilaste,

amarga para ti la lengua que aguzaste,

amargos para ti los falsos testigos que presentaste,

amargas para ti las cuerdas que preparaste,

amargos para ti los azotes que descargaste,

amargo para ti Judas, a quien pagaste,

amargo para ti Herodes, a quien obedeciste,

amargo para ti Caifás, a quien te confiaste,

amarga para ti la hiel que proporcionaste,

amargo para ti el vinagre que cultivaste,

amargas para ti las espinas que recogiste,

amargas para ti las manos que ensangrentaste.

Has dado muerte a tu Señor en medio de Jerusalén.[1]

 

En esta homilía, el obispo de Sardes del siglo II, en Asia Menor, sin buscar una persecución o incentivar al odio, inculpa a los judíos de matar a Dios cuando crucificaron a Jesús. Así, en los inicios de la iglesia, en la zona del Mediterráneo oriental, los judíos no solo eran aquellos que rechazaron a Jesús, sino que también eran etiquetados como aquellos que “MATARON AL SEÑOR”.[2] Esta idea se transmitió al Imperio Romano occidental luego de adoptar el cristianismo como religión oficial, concepto que a su vez continuó con la Iglesia católica romana.[3]

Por su parte, el cristianismo temprano interpretó la destrucción de Jerusalén en el 70 d.C. como una maldición de Dios a los judíos por sus actos. Ya en el siglo II, Justino Mártir en el ‘Diálogo con Trifón’ plantea que el cristianismo es el verdadero pueblo de Dios y que las desgracias que sufren los judíos son castigo de Dios por sus pecados. Orígenes en el siglo III planteaba que los judíos como pueblo no volverían a su condición de reino por haber matado a Cristo. Cabe destacar también el conflicto inicial entre el cristianismo y el judaísmo, donde los cristianos de los primeros siglos veían como una amenaza al judaísmo por rivalizar con ellos. La Epístola de Bernabé de finales del siglo I, La Didajé,[4] Tertuliano y también Cipriano en el siglo II mostraban una imagen menoscabada y maldita del judaísmo para presentar a la iglesia como el verdadero pueblo de Dios, Agustín en su Tratado contra los judíos, les acusa de no haber comprendido las escrituras y de ser reprobados por Dios, a menos que se integren a la iglesia; argumentos similares también se ven en obras de Juan Crisóstomo. Estas ideas se continuaron desarrollando hasta el siglo V, donde la acusación del asesinato del Señor favorecía así al cristianismo frente al judaísmo.

La relación posterior del judaísmo con el cristianismo es compleja; sintetizar que hasta el siglo X, los judíos eran tolerados con resquemor por los cristianos y desde el siglo XI, comenzaron a ser perseguidos activamente.

 


Extracto de una ilustración del siglo XII, donde los judíos (usando sombreros puntiagudos) son arrojados al infierno. Obra de Herrad von Landsberg.

 

Como se ha dicho, el pueblo judío quedó seriamente debilitado después de la caída de Jerusalén en el año 70 y a lo largo de los siglos ha sido un pueblo sin patria que habitó lugares dominados por el cristianismo como Europa o Rusia, donde fueron estigmatizados —en parte— por el crimen de sus antepasados; estando a merced de un cristianismo que tenía prácticamente todo el poder civil. Por este motivo —y otros[5]— había hostilidad hacia los judíos, desencadenando tristemente sobre ellos esta opresión injustificable. Si bien el antisemitismo más reciente no tiene por causa el asesinato de Cristo, aquel acto fue el germen que inició hace siglos este particular sentimiento de odio hacia los judíos.

De alguna manera, se puede vislumbrar que todas las calamidades que se recuerdan en el Tishá be’Av, están relacionadas con el juicio de Dios sobre los israelitas, debido a que faltaron a su pacto con Dios.

Más allá de esta marcada huella histórica y sus negativas represalias, lo que se quiere acá destacar es que Cristo fue muerto por los judíos del primer siglo. Junto con matar y perseguir a la iglesia temprana, este acto fue el colmo de los males y del pecado del pueblo de Israel. Tener presente el hecho que Jesús también predicó en las zonas del norte, Galilea, donde si bien no fue crucificado, fue rechazado e intentaron matarlo.

Volviendo al inicio de la cuestión, es claro en los evangelios el conflicto que se generó con la llegada del Mesías a Israel: de un pueblo rebelde contra Dios, quien descendió de los cielos y se hizo hombre para ofrecer un nuevo pacto, el cual fue rechazado por muchos que preferían continuar en su pecado, produciendo que este Dios hecho hombre denunciara el mal del pueblo —de ser una generación mala y adúltera— y los condenara. Esta cadena de sucesos decantó en un último acto de rebeldía: donde los judíos que rechazaron a Jesús, lo apresaron, azotaron y mataron. Este fue el gran pecado de los judíos.

Los fariseos acusaron a Jesús de ser padre de demonios (Mt. 9:34, 12:24, Jn. 7:20), buscaban probar que rompía la ley o que propagaba una falsa doctrina (Mt. 12:2, 19:3, 21:23-27, 22:15, Lc. 5:21, 11:53-54) e intentaban probar también que no era el auténtico Mesías (Mt. 12:38, 16:1).

En algún punto, los judíos buscaron persuadir a Jesús que se fuera de Jerusalén (Lc. 13:31-33) a causa de este conflicto, sin embargo, su propósito siempre fue matarlo. En los evangelios sinópticos relatan que los fariseos se juntaban para planificar como matarlo (Mt. 12:9-14, 26:3-4) luego de denunciar el pecado de ellos, aunque el evangelio de Juan se enfatiza más este hecho: en Jn. 4:28-30 los judíos intentaron arrojar a Jesús por un barranco, en Jn. 5:16-18 se narra cómo los judíos buscaban matar a Jesús por no guardar el día de reposo y por blasfemia, en Jn. 7:1 se relata que: “andaba Jesús en Galilea; pues no quería andar en Judea, porque los judíos procuraban matarle”, cuando va a Jerusalén se habla que los judíos “procuraban prenderle; pero ninguno le echó mano, porque aún no había llegado su hora” (7:30, cf. 7:44, 8:20), luego en Jn. 7:32-44 se describe como los religiosos traen oficiales para arrestar a Jesús y matarlo, sin embargo aún no había llegado su hora.[6] En varias oportunidades, los judíos intentaron apedrearlo (Jn. 8:59, 10:31-32). Debido al informe de algunos judíos (Jn. 11:46), se desarrolló un concilio para matar a Cristo (vv.45-57), donde “los principales sacerdotes y los fariseos habían dado orden de que si alguno supiese dónde estaba, lo manifestase, para que le prendiesen” (v. 57).

Si bien acusaban de blasfemia a Jesús por hacerse igual a Dios, y querían matarlo por eso (Jn. 10:33, Mr. 14:62-64), el miedo que los judíos tenían era que precisamente proclamaran rey a Jesús —como ya se ha visto en el capítulo anterior; el Mesías sería el rey de Israel.[7] Si Judea tenía un nuevo rey, significaría revelarse en contra del dominio romano. Los principales y líderes judíos comprendían que Judea no podía llegar a ese punto, ya que los romanos los aplastarían como respuesta a su rebelión, lo cual sucedió de todas formas como juicio de Dios en la Gran Revuelta Judía. Como documenta Juan:

 

Si le dejamos así, todos creerán en él; y vendrán los romanos, y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación. (Jn. 11:48).

 

Sin embargo, la motivación principal de los líderes religiosos para oponerse así a Jesús era el fastidio contra aquel que continuamente denunciaba su pecado; aunque para los hombres, los religiosos eran referentes de piedad, en el fondo aborrecían al enviado de Dios por enrostrar su pecado (Jn. 3:19-20), tal como sucedía con los profetas antes que él.

Cuando su hora al fin había llegado, Jesús anuncia que moriría a manos de los judíos y que lo entregarían a los romanos para también humillarlo (Mt. 20:17-19), padeciendo bajo esa mala generación (Lc. 17:25). Los principales sacerdotes y ancianos del pueblo arrestan a Jesús con palos y espadas (Mt. 26:47-56), arrastrándolo ante el Sumo Sacerdote quien lo condena a morir (vv. 57-68). El cargo del que se le acusaba era el de blasfemia por nombrarse a sí mismo Dios; ante los romanos la acusación era que Jesús se había proclamado rey sobre el César. Esta acusación es la excusa por la que Jesús es llevado ante la autoridad romana, Pilato, quien “sabía que por envidia (lit. mala voluntad, celos) [de los judíos] le habían entregado” (Mt. 27:18) y procuró tratar de salvarlo, pero la presión del pueblo era grande, y para evitar una revuelta y disturbios mayores en aquella delicada provincia, se desligó de la situación y procedió a su famoso lavado de manos:

 

…tomó agua y se lavó las manos delante del pueblo, diciendo: Inocente soy yo de la sangre de este justo; allá vosotros. (Mt. 27:24).

 

El pueblo judío para tener la autorización de Pilato de matar a Jesús, buscaron liberar al gobernador romano de su culpa (Mt. 27:19) —puesto que éste consideraba a Jesús un hombre justo— y entre la efervescencia del momento y su enceguecimiento, los judíos se maldijeron a ellos mismos con estas terribles palabras:

 

Y RESPONDIENDO TODO EL PUEBLO, DIJO: SU SANGRE SEA SOBRE NOSOTROS, Y SOBRE NUESTROS HIJOS. (Mt. 27:25).

 

Su intención era librar a Pilato de la culpa de castigar a un hombre justo, cargando sobre ellos mismos toda eventual represalia divina que este acto pudiera traerles. Sin embargo, aquellos mismos judíos junto con sus hijos fueron víctimas de sufrimientos aún mayores a los que sometieron al Señor, a manos de los mismos romanos que utilizaron los judíos para derramar la sangre de Jesús en la cruz, en aquella generación; en el tiempo de esos mismos judíos y de sus hijos.

Un punto importante a destacar, es que Jesús fue muerto en pascua (Mt. 26, alrededor del 30 d.C.). En la pascua normalmente llegaban a Jerusalén judíos no solo de la provincia de Judea, sino de Alejandría, Asia, Grecia y de muchos lugares distintos de la dispersión en el Mediterráneo para celebrar esta festividad por lo que quienes vociferaron contra Jesús pidiendo su ejecución fueron judíos de muchas regiones del Imperio Romano (Mt. 27, Hch. 2:9-10, 23). Ahora cuando estos judíos de todas estas regiones proclaman para ellos mismos y sus hijos el castigo por el asesinato del Señor, no imaginaban que efectivamente se reuniría nuevamente aquel mismo grupo de judíos venidos de todo el Mediterráneo, una generación más tarde y junto con sus hijos para celebrar la pascua nuevamente en el año 70, con la diferencia que esta vez el Señor les cobraría la condena que habían proferido sobre ellos mismos, manifestándose Cristo ahora en su gloria divina para juicio. Estos mismos judíos llegados de todo el mundo conocido, persiguieron a los primeros cristianos y mataron a muchos cuando el cristianismo avanzaba,[8] y también ellos mismos —incluidos los de la dispersión— con frenesí y ensaña, mataron al Señor.

De la misma forma en que los israelitas rechazan a los enviados de Jesús a sus ciudades (Mr. 6:11) significando esto su propia condenación (Mt. 10:15), ahora los judíos rechazan al Mesías, imputándose a sí mismos el castigo por este pecado.

En Lc. 23:28-30, Jesús, mientras carga la cruz Gólgota, habla al pueblo que deben ahora lamentarse por ellos mismos, luego de haber perpetrado el máximo pecado:

 

Pero Jesús, vuelto hacia ellas, les dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, sino llorad por VOSOTRAS mismas y por VUESTROS hijos. Porque he aquí vendrán días en que dirán: Bienaventuradas las estériles, y los vientres que no concibieron, y los pechos que no criaron. Entonces comenzarán a decir a los montes: Caed sobre nosotros; y a los collados: Cubridnos.

 

Una vez más, la secuencia es clara: los judíos acusan al Señor, buscan en reiteradas oportunidades matarlo, logran finalmente matar al Señor, se responsabilizan a sí mismos por esto para poder matarlo, luego Jesús advierte que la consecuencia de su tremendo crimen vendría sobre ellos mismos.

La maldición sobre las hijas de Jerusalén y sobre sus hijos (Lc. 23:28-29, cf. Mt. 24:19), se puede ver reflejada en el siguiente episodio narrado por Josefo, que ocurre durante el asedio romano a Jerusalén en el 70 d.C.:

 

[María del barrio de Bezezob, localidad situada al lado oriente del Jordán] noble en linaje, y rica; huyendo con toda la gente, se refugió dentro de Jerusalén, y allí estaba cercada con todos los demás (…) [Movida por la fuerte hambruna que los meses de implacable asedio produjeron en los judíos] arrebatando un hijo que a sus pechos tenía dijo: “¡Oh desdichado y miserable de ti! ¿Para quién te guardaré yo entre tanta guerra, sedición y tanta hambre? (…) Sírveme, pues, a mí con tus carnes de alimento” (…) Diciendo esto mató a su hijo y coció la mitad, y ella misma se lo comió, guardando la otra mitad muy bien cubierta.[9]

 

El lenguaje acá no permite entender que se refiera que se castigará a otros más que al pueblo judío que mató a Jesús, no hay forma alguna de sostener que se esté refiriendo a gente de otro tiempo o lugar.[10] La angustia que les esperaba era tal que Cristo usa un antropomorfismo (v. 30) que describe el deseo de los judíos en el momento del juicio de ser sepultados por montañas para escapar del sufrimiento que vivirían en aquella generación, durante el crudo asedio a Jerusalén en el año 70 y junto con el avance de los romanos sobre ellos. Se debe reconocer que el Imperio Romano era uno de los imperios más renombrados de la historia por su incontrarrestable poder militar que los llevó a dominar el Mediterráneo por siglos y por su fama de ser despiadados e implacables.

Décadas más tarde, la maldad de los judíos que persiguieron y mataron a Cristo —junto con los profetas y enviados de Jesús— hace que Pablo en 1 Tes. 2:15-16, entienda —inspirado por el Espíritu Santo— que todo este mal finalmente les conduciría a una catástrofe: “Éstos [los judíos] son los que mataron al Señor Jesús y a los profetas, y también a nosotros nos han perseguido… y así están siempre colmando la medida de sus pecados. Pero la ira contra ellos ha llegado al límite” (Biblia de Navarra).



[1] Melitón de Sardes, Peri Pascha [en la Pascua] cap. V: El designio salvador en Cristo.

[3] Ver Concilio Vaticano II, declaración Nostra Aetate, artículo 4: La religión judía, donde la Iglesia católica romana exculpa a los judíos de matar a Cristo y condena la persecución de ellos por causas religiosas, haciéndose cargo de esta enseñanza que de forma no oficial se transmitió por siglos dentro de esta iglesia.

[4] En el capítulo 8 se comparan las prácticas de ayuno de los cristianos con las de los hipócritas; los judíos.

[5] Claramente la historia ha demostrado que detrás de esta excusa también hubo intereses económicos, de poder y políticos. Estas persecuciones se acompañaron de confiscación de bienes y propiedades de los judíos.

[6] La expresión “la llegada de su hora” se refería al momento decretado por el Padre en el cual los judíos apresarían al Hijo, ver Jn. 2:4, 12:27, 13:1, etc., para que el Hijo pudiese completar su obra, es decir, su sacrificio expiatorio en la cruz.

[7] Ver capítulo ocho: Pactos, eras y reinos, sección sobre Dos reinos.

[8] Así como lo relatan en varias oportunidades el libro de Hechos, las epístolas de Pablo, Pedro, y como se argumentará el final de la tercera parte del libro, también Apocalipsis.

[9] Josefo, Las Guerras de los Judíos, pág. 316, Guerras 6.3.4. Un caso similar se registra en las escrituras en 2 Re. 6:28-30: “Y le dijo el rey (Joram): ¿Qué tienes? Ella respondió: Esta mujer me dijo: Da acá tu hijo, y comámoslo hoy, y mañana comeremos el mío. Cocimos, pues, a mi hijo, y lo comimos. El día siguiente yo le dije: Da acá tu hijo, y comámoslo. Mas ella ha escondido a su hijo”. Esto ocurrió un anterior ‘día de Jehová’, en un asedio antes de la caída del reino del norte a manos de los asirios. Este tipo de juicio es una de todas las consecuencias anunciadas en Lev. 26 por quebrar el pacto, específicamente en los vv. 27-29 (cf. Dt. 28:49-57).

[10] Ver capítulo seis: El lenguaje en la profecía, sección sobre Audiencia y tiempo.

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