8.2 Pactos, eras y reinos: Dos reinos

 


Si bien en Ex. 19:5 Dios exige al pueblo guardar su pacto, se está estableciendo otro hecho igual de relevante: esto es el apartar para sí al pueblo del pacto bajo la figura de reino, como dice en el v. 6: “vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa” (cf. Dt. 7:6). No se trata solamente de entregar preceptos o de hacer un acuerdo entre dos partes, se establece una propiedad; el pueblo del pacto es también el reino perteneciente a Dios. A esto se le puede llamar entonces el primer reino,[1] aquel reino que establece Dios y lo gobierna en un principio mediante Moisés como profeta y posteriormente mediante los reyes de Israel.

Ahora Israel nunca fue un gran reino ni una potencia (Dt. 7:7), sin embargo, las Escrituras del Antiguo Testamento prometen un posterior gran reino, el más grande y glorioso que haya existido en el mundo. En Dn. 2 Daniel interpreta el sueño de Nabucodonosor como una profecía de Dios[2] y esta profecía dice que luego de los cuatro grandes reinos humanos que dominaron aquella parte del mundo, irrumpiría un reino “de mano no humana” —es decir divina— que destrozaría a los demás reinos humanos, que sería eterno y no sería dejado a otro pueblo (Dn. 2:44). En Dn. 7 se repite la misma profecía, pero bajo una imaginería diferente —ya no mediante una estatua dividida en partes que representan reinos, sino mediante cuatro bestias que representan cada una un reino[3]— no obstante, el desenlace es el mismo:

 

Las cuatro grandes bestias son cuatro reinos que se levantarán en la tierra, pero los santos del Altísimo recibirán el reino, y será suyo para siempre, ¡para siempre jamás! (Dn. 7:17-18 NVI).

 Este reino tendría un alcance mayor a Israel; son enfáticos los oráculos sobre este gran reino al señalar a otros pueblos, naciones y lenguas sobre los cuales tendrá también dominio. También dado que este reino vendría a imponerse sobre los otros grandes reinos terrenales, necesariamente tendría que ser mayor que los anteriores.

Este reino grande y glorioso también es la esperanza de Sion, la final restauración del pueblo del pacto abatido por otros pueblos para llegar a ser el reino definitivo, imbatible e imperecedero (Miq. 4, cf. Sal. 145:10-13 y otros).

El Mesías —al igual que en el nuevo pacto— sería quien encabece este nuevo reino: “Y he aquí con las nubes del cielo venía uno como un hijo de hombre… Y le fue dado dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieran; su dominio es dominio eterno, que nunca pasará, y su reino uno que no será destruido” (Dn. 7:13-14 abreviado).

El Mesías también sería quien heredaría definitivamente el trono de David (2 Sam. 7:12-16,[4] cf. Jer. 33:20-21) y ejercería de manera perfecta el oficio de rey en el reino establecido por Dios.[5] Utilizando la figura del fallecido rey David como tipo[6] para referirse al Mesías, Jeremías dice:

 

He aquí que vienen días, dice Jehová,[7] en que levantaré a David renuevo justo, y reinará como Rey, el cual será dichoso, y hará juicio y justicia en la tierra. (Jer. 23:5).

 Dn. 7:18 anticipa que el nuevo reino permanecería para siempre, pero, por otro lado, Carl Friedrich Keil llega a esta misma conclusión respecto a la naturaleza eterna de este reino y su rey a partir de la promesa a David:

 

Ningún reino ni ninguna descendencia de un solo hombre tiene duración eterna como los tienen los cielos y la tierra, sino que las diversas generaciones desaparecen, reinos terrenales se desmoronan y otras generaciones y reinos ocupan su lugar. Por lo tanto la descendencia de David solo puede permanecer si culmina en una persona que viva eternamente, es decir, que culmina en el Mesías que vive eternamente y cuyo reino no tendrá fin. Esta promesa se refiere por tanto a la descendencia de David, iniciando en Salomón y culminando en Cristo.[8]

 

Este reino posterior viene a ser el perfeccionamiento del primero, de Israel. Como característica aparte de lo imperecedero del reino, la perfección del reino postrero se ve en que tendría ahora por rey o juez al Mesías (Is. 9:6-7, 11:1-5) —ya no a hombres corruptos— y su extensión sería tal que abarcaría a muchas naciones, más allá de la tierra misma de Israel. La esperanza de los judíos estaba puesta en un reino universal donde todos los extranjeros reconocerían a Jehová como Dios e Israel y el monte Sion sería el epicentro de todo (Is. 2:1-5 [Miq. 4:1-4], Ez. 37:24-28, Zac. 14:8-9). Por ejemplo, el Sal. 117:1 dice: “Alabad a Jehová, naciones (heb. goím, gentiles) todas…”, Sal. 22:27-28 también dice: “Se acordarán, y se volverán a Jehová todos los confines de la tierra, Y todas las familias de las naciones [goím] adorarán delante de ti. Porque de Jehová es el reino, Y él regirá las naciones [goím]”, Sal. 46:10 por su parte también: “Estad quietos, y conoced que yo soy Dios; Seré exaltado entre las naciones [goím]”, en el contexto que Sal. 46-48 son cánticos donde se habla de la derrota a los enemigos de Israel para hacerlos parte de la congregación y reino de Dios, quienes reconocerían su señorío. La paz también sería una notable característica de este reino prefecto (Is. 11:6-10, Ez. 37:26, Zac. 9:9-10, etc.) en contraste con el constante conflicto bajo el cual vivían los israelitas con las naciones vecinas.

Esta promesa era tan potente para los judíos contemporáneos a Cristo, que era para ellos una súplica y un anhelo tremendo que el reino de Dios se estableciera en sus vidas, ya que aparte de lo magnífico de esta esperanza, vivían bajo el dominio férreo del Imperio Romano y esperaban que el establecimiento del reino de los cielos destruyera a los invasores.[9] La situación de la nación en aquel tiempo era deshonrosa: tenían un rey idumeo impuesto por los romanos, lejos de los tiempos de gloria del reinado de David o el esplendor de Salomón, lo que motivaba aún más a los judíos a aferrarse a la esperanza del reino definitivo de Dios. Su suplica rezaba así:

 

Establezca su reino durante vuestra vida y durante vuestros días y durante la vida de toda la casa de Israel.[10]

 

La persona que recibió el nuevo reino prometido fue Jesús: “Y ahora, concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre JESÚS. Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin” (Lc. 1:31-33, cf. Hch. 2:29-30). Los Evangelio de Mateo y Lucas ofrecen cada uno una genealogía de Jesús que lo conecta con David por líneas distintas (Mt. 1:1-17 y Lc. 3:23:38), reafirmando el cumplimiento de la promesa de 2 Sam. 7:12 acerca de que el rey definitivo sería “uno de tu linaje, el cual procederá de tus entrañas”. No podía el Mesías estar fuera de este linaje; validar la descendencia de Jesús desde David es el motivo central de detallar la genealogía de Cristo. Compare con los vítores a Jesús entrando a Jerusalén: “¡Bendito el reino de nuestro padre David que viene!” (Mr. 11:10, abreviado) o Mt. 20:30.   

Nuestro evangelio moderno (formulado sobre principios reformados) hacia los inconversos se centra en la obra consumada de Cristo: la justificación por la fe que redime y que es dada por gracia —o al menos debiese ser así—, y para nuestros tiempos es lo usual. Sin embargo, con todo lo expuesto y en el contexto judío del primer siglo el anuncio de salvación no podía ser otro más que este:

 

Desde entonces comenzó Jesús a predicar, y a decir: Arrepentíos, porque EL REINO DE LOS CIELOS SE HA ACERCADO. (Mt. 4:17, énfasis añadido, cf. Mr. 1:15).

 En el contexto que el evangelio no se trata únicamente de la doctrina de la justificación por la fe, un cercano amigo, Mauricio Jiménez, lo plantea de la siguiente manera:

 

El evangelio es también, y principalmente, el mensaje que anuncia la venida del reino mesiánico de Dios (Mr. 1:14-15, cf. Mt. 4:23; 24:14; Lc. 4:43, 8:1, 16:16; Hch. 8:12; 19:8, etc.) y proclama que Jesús Dios ha irrumpido en la escena humana y en el mundo para establecer su trono de justicia y misericordia.[11]

 Marcando aún más el contraste entre lo antiguo y el nuevo reino, en Lc. 16:16a Jesús dice: “La ley y los profetas eran HASTA Juan; DESDE ENTONCES el reino de Dios es anunciado” (énfasis añadido).

El asunto del momento en que se establece el nuevo reino es más complejo y se abordará en el capítulo siguiente, sin embargo, de forma preliminar se puede decir que la aparición de Jesús trae consigo el reino de los cielos, el cual se anuncia desde el inicio de su ministerio como acercándose (Mt. 4:17, Lc. 16:16), el reino también es algo presente para aquel entonces: “Pero si yo por el Espíritu de Dios echo fuera los demonios, ciertamente ha llegado a vosotros el reino de Dios” (Mt. 12:28), “Pero Jesús dijo: Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales ES el reino de los cielos” (Mt. 19:14, énfasis añadido), “…[fariseos] CERRÁIS el reino de los cielos delante de los hombres; pues NI ENTRÁIS VOSOTROS, ni dejáis entrar a los que ESTÁN ENTRANDO (Mt. 23:13, énfasis añadido), ver también la fórmula introductoria de muchas parábolas: “El reino de los cielos ES semejante a…”, también en las bienaventuranzas del sermón del monte donde a los bienaventurados se les dice: “porque de ellos ES el reino de los cielos” o Lc. 8:10: “A VOSOTROS os es dado conocer los misterios del reino de Dios”. No obstante, el reino de los cielos se anuncia sobre todo como algo por inaugurarse (Mt. 6:10, Lc. 17:20-21[12]) o manifestarse en su forma definitiva (Lc. 19:11-27) en su segunda venida (Lc. 22:18, 23:42, Mt. 16:28, etc.), para efectuar una renovación de lo anterior (Mt. 8:10-12).

En esto se ve la esperanza del reino largamente esperado y anhelado por la nación abatida. El repetido anuncio en los evangelios sobre este reino acercándose es un anuncio escatológico; acerca de las últimas cosas, de la consumación de una era para dar inicio a un nuevo periodo bajo un nuevo pacto y un nuevo reino. Las últimas cosas necesariamente deben ser sobre el antiguo pacto y el antiguo reino; el nuevo pacto y el nuevo reino tienen una naturaleza eterna, por lo tanto, no acaban y es impropio pensar en una consumación o un término de algo eterno como el nuevo pacto.

Conectando este nuevo reino con el nuevo pacto tenemos pasajes como Ez. 34:22-25 y 37:24-26 que nos dicen:

 

Yo salvaré a mis ovejas, y nunca más serán para rapiña; y juzgaré entre oveja y oveja. Y levantaré sobre ellas a un pastor, y él las apacentará; a mi siervo David, él las apacentará, y él les será por pastor. Yo Jehová les seré por Dios, y MI SIERVO DAVID PRÍNCIPE EN MEDIO DE ELLOS. Yo Jehová he hablado. Y ESTABLECERÉ CON ELLOS PACTO DE PAZ… MI SIERVO DAVID SERÁ REY SOBRE ELLOS, y todos ellos tendrán un solo pastor; y andarán en mis preceptos, y mis estatutos guardarán, y los pondrán por obra… Y HARÉ CON ELLOS PACTO DE PAZ, pacto perpetuo será con ellos; y los estableceré y los multiplicaré, y pondré mi santuario entre ellos para siempre. (Abreviado y énfasis añadido).

 Para ilustrar esto se tiene el siguiente esquema: donde el primer reino inicia en el éxodo y es desde el ministerio de Jesús anunciada su consumación. El reino de los cielos se anuncia desde el ministerio de Juan el Bautista y de Jesús, pero su manifestación definitiva ha de ser luego de la segunda venida para dar paso a un reino eterno.


 



Ecos de esto hay en el Nuevo Testamento, como en Heb. 13:20-21 que es una referencia directa a Ez. 34:22-25 que identifica al pastor de Ezequiel con Jesucristo, o en Gál. 4:21-31 donde mediante la alegoría de Agar y Sara se refleja este dualismo —aunque desde la perspectiva de pacto, así como en la Carta a los Hebreos. Sin embargo, el lenguaje preferencial del Nuevo Testamento para hacer referencia al dualismo de pactos y al dualismo de reinos es en su marco temporal: las eras o siglos.



[1] Para los judíos post-exílicos, el someterse incondicionalmente a la ley es “tomar para sí la malkut (arameo para reino) de los cielos [de Dios]” Gustaf Dalman, Die Worte Jesu (1898), pág. 79, tomado de Dodd, Las Parábolas del Reino, pág. 51. Véase también Herman Ridderbos, La venida del Reino I (Buenos Aires: Asociación Ediciones La Aurora, 1985), pág. 31.

[2] “El gran Dios ha mostrado al rey lo que ha de acontecer en lo por venir; y el sueño es verdadero, y fiel su interpretación” (Dn. 2:45b).

[3] Reinos interpretados como: la Babilonia caldea, Medo-Persia, Grecia helenística y Roma (Perspectiva Mesiánica). La perspectiva crítica tiende por interpretar como: Babilonia, Media, Persia y Grecia. Véase Apéndice 1: Categorías en escatología.

[4] Notar que este pasaje está en el contexto en que David quería construir el templo: “Ve y di a mi siervo David: Así ha dicho Jehová: ¿Tú me has de edificar casa en que yo more?” (2 Sam. 7:5), ofreciendo Dios el paradigma perfecto de lo que David quería hacer de forma material y corruptible, proyectando acá un contraste entre el antiguo reino y el nuevo.

[5] A diferencia de los reyes del antiguo pacto-reino que frecuentemente hacían lo malo delante del Señor. Se pueden identificar más de diez reyes de Judá e Israel que se desviaron notablemente de su deber al pecar abiertamente y que son señalados de forma reprobada en las Escrituras.

[6] Tropo recurrente en las Escrituras que nace como referencia a la promesa de Dios a David de 2 Sam. 7:12-16. A esta promesa se le conoce como ‘Pacto Davídico’.

[7] En hebreo se usa la misma fórmula introductoria: הִנֵּה יָמִים בָּאִים נְאֻם־יְהוָה “He aquí vienen días, dice Jehová” que se usa en el 31:31. Desde ya esto sugiere una conexión en el sentido temporal entre el rey mesiánico de Jer. 23:5 con el nuevo pacto del v. 31:31.

[9] Ya para el siglo II a.C. hubo un fuerte surgimiento del mesianismo, motivado por las injusticias y matanzas que vivían los judíos a manos de las potencias y pueblos invasores. Ante un desesperanzador panorama, sus expectativas se dirigían a las promesas hechas por los profetas hace algunos siglos atrás. Pasaron de poner las expectativas del afianzamiento de la nación en el hombre a ponerlas en los cielos, esperando así que Dios instaurase pronto un reino de paz dominado por su justicia.

Paolo Sacchi, Historia del judaísmo en la época del Segundo Templo (Madrid: Editorial Trotta, 2004), pág. 412.

También la literatura de la comunidad de Qumrán y evidencia en libros apócrifos atestigua de la esperanza mesiánica de los judíos desde una perspectiva nacionalista, esperando el establecimiento de un imperio mayor al griego o al romano, cuyo centro sería Jerusalén.

[10] Kaddísh, según el Authorized Daily Prayer-Book judío (Londres: Eyre y Spottiswoode, 1908), pág. 86, tomado de Dodd, Las Parábolas del Reino, pág. 51.

[12] En este pasaje se ve tanto la expectativa de los fariseos del reino por venir, confirmada por Jesús: “El reino de Dios no VENDRÁ con advertencia” como la afirmación de Jesús que el reino está presente: “he aquí el reino de Dios ESTÁ ENTRE VOSOTROS”.

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