13.3 Hechos: La restauración de todas las cosas
Así que, arrepentíos y convertíos,
para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del
Señor tiempos de refrigerio, y él envíe a Jesucristo, que os fue antes
anunciado; a quien de cierto es necesario que el cielo reciba hasta los tiempos
de la restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos
profetas que han sido desde tiempo antiguo. (Hch. 3:19-21).
En una historia casi idéntica a la anterior: dirigiéndose a los varones israelitas (Hch. 3:12), enrostrándoles el pecado de haber ellos mismos matado al autor de la vida, de lo cual los apóstoles eran testigos (Hch. 3:15), se llama al arrepentimiento (Hch. 3:19) y muchos creen en este mensaje de Pedro (Hch. 4:4), asumiendo que se arrepintieron y compungieron de la misma forma que los oyentes del mensaje anterior.[1]
La diferencia de este mensaje con el anterior es un tema de forma: no se
les predica que sean salvados de la ira que recaería sobre esa mala generación
que mató a Cristo, sino que como antítesis se les anima a esperar los tiempos
de refrigerio y la esperanza cercana de la restauración de todas las cosas, el
siglo venidero, de aquel tiempo glorioso anunciado por los profetas.
La restauración de todas las cosas, el siglo venidero, se refiere al
tiempo perfecto de la iglesia, la era cristiana, la cual se expandiría por los
siglos sobre el fundamento perfecto del nuevo pacto en Cristo, quien ofició de
forma incorruptible la expiación del pecado que antes se oficiaba
imperfectamente en el Templo por hombres caídos —y muchas veces también
reprobados por Dios—, Templo que sería destruido al llegar plenamente lo nuevo,
dejando atrás lo viejo.
De esta manera, la salvación del juicio sobre esa mala generación mediante
la fe en el evangelio proclamado por los apóstoles es lo mismo que entrar a los
tiempos de refrigerio, al siglo venidero; todo esto en el momento de la
manifestación de Jesús desde el cielo, en consistencia con el esquema de dos
pactos que se ha planteado en la segunda parte.
[1]
En Hch. 4:5-22 sucede de forma semejante, pero ahora dirigiéndose a los
religiosos, gobernantes y ancianos. A diferencia con los llamados anteriores,
ninguno de sus oyentes parece haberse arrepentido.