18.12 Apocalipsis II: iglesias, sellos, trompetas y copas: Los dos testigos

 


 

Y daré a mis dos testigos que profeticen por mil doscientos sesenta días, vestidos de cilicio. Estos testigos son los dos olivos, y los dos candeleros que están en pie delante del Dios de la tierra. (Ap. 11:3-4).

 

Antes de formular cualquier hipótesis sobre la interpretación de la visión de los dos testigos (Ap. 11:3-14), se debe entender la estructura comparativa y simbólica que hay en el pasaje. De la misma forma que se explicó en la sección anterior sobre Las siete iglesias y la alegoría, se debe respetar la correspondencia de un paso entre el vehículo y el tenor, y no buscar significados alegóricos al tenor. En este caso hay dos vehículos para un tenor: dos olivos y dos candeleros representan a dos testigos (gr. μάρτυς “mártys” G3144, testigo y/o mártir):




Bajo esta sola premisa, ya no se puede suponer mediante alegoría que estos dos testigos son un vehículo para algún otro tenor, por ejemplo, para simbolizar a la iglesia,[1] o ‘la ley y los profetas’, porque estos dos testigos ya son el significado de algo más. Por otro lado, según el texto, estos testigos tienen varias características atribuibles a personas particulares que difícilmente se pueden ver en algo más fuera de dos seres humanos en particular:

 

       Son testigos de Dios.

       Son dos en número.

       Están imbuidos de poderes milagrosos.

       Profetizan vestidos de cilicio.

       Sufren una muerte violenta en la ciudad (Jerusalén),[2] a menos de ‘la bestia’ y sus cadáveres son tratados sin respeto.

       Después de tres días y medio, se levantan de entre los muertos, y son llevados al cielo.[3]

 

El hecho que sean dos testigos es necesario según la ley (Dt. 19:15 cf. Jn. 8:17) para que un testimonio sea válido y para la ley. En este caso se juzga Jerusalén y el Señor envía estos dos testigos que deben profetizar contra ella, ascender al cielo como parte de la escena legal que la termine de acusar y condenar.

Esta escena es una réplica de Zac. 4, donde el profeta ve en visiones un candelabro y dos olivos, los cuales según la misma profecía “…son los dos ungidos que están delante del Señor de toda la tierra” (Zac. 4:14), donde como reconocen varios autores, son referencias al gobernador Zorobabel y al Sumo Sacerdote Josué,[4] quienes tuvieron la tarea de reconstruir el Templo.

Se debe considerar también que en el judaísmo de ese tiempo y en el cristianismo temprano se esperaba en regreso literal de Enoc y Elías, quienes no habían muerto; incluso el regreso de Moisés de quien algunos decían que tampoco murió.[5]

Bajo estos antecedentes, y considerando que Apocalipsis está hablando sobre juicios a Jerusalén en el primer siglo, los cuales son cumplidos con la Gran Revuelta Judía (66-73 d.C.), los personajes a los que se refiere esta sección de la profecía deben hallarse en aquel contexto. Entre las posibilidades, se destacan las siguientes:

 

A) Jesús ben Ananías. Dentro de las alternativas más sugestivas, Flavio Josefo, luego de relatar el avistamiento de tropas de ángeles en los cielos y de señales prodigiosas en el Templo, cuenta el testimonio acerca de este personaje:

 

Y lo que fue más horrendo y aún más espantoso que todo lo dicho, hubo un hombre rústico y plebeyo llamado Jesús, hijo de Anán, que cuatro años antes de comenzarse la guerra, estando la ciudad en gran paz y en gran abundancia, habiendo venido a la fiesta que entonces se celebraba, en la cual tienen por costumbre ataviar y adornar las cosas sagradas del templo por honra de Dios [el Sucot], comenzó a dar voces grandes repentinamente:

¡Voz por Oriente, voz por Occidente, voz por las cuatro partes de los vientos, voz contra Jerusalén y contra el templo, voz contra los recién casados y recién casadas, voz contra todo este pueblo!

Y dando tales voces rodeaba todas las plazas y calles de la ciudad.

Algunos de los varones de más nombre y más señalados, pesándoles mucho por saber la suerte adversa y desdicha que aparejada les estaba, prendieron al hombre y le dieron muchos azotes por que callase. No dejó él por esto de dar gritos de la misma suerte, sin tener cuenta, ni consigo, ni con aquellos que lo maltrataban, ni habló algo secreto; antes perseveraba dando las mismas voces y diciendo lo mismo.

Pensando los regidores de que era este movimiento y la ciudad lo que verdad así era, voz divinamente enviada, lo trajeron al gobernador romano, a donde fue desollado hasta los huesos con azotes que le dieron; pero con eso no rogó jamás que lo dejasen, ni le salió lágrima alguna, sino que como mejor podía a cada azote o golpe que le daban, bajaba algo su voz muy lamentablemente y decía:

¡Ay, ay de ti, Jerusalén!

Cuando Albino, que era entonces juez, le preguntase quién era, o de dónde o por qué razón daba tales voces, no le respondió. Pues no cesó de gritar, ni llorar la desdicha de la ciudad miserable, hasta tanto que juzgando Albino que estaba loco, le dejó libre: hasta el tiempo de la guerra no se veía con ciudadano alguno, ni hubo tampoco quien lo viese hablar; antes se estaba cada día como elevado orando, y como casi quejándose, decía:

¡Ay, ay de ti, Jerusalén!

No maldijo a alguno como fuese cada día maltratado, ni decía bien tampoco a los que le traían de comer. Solamente tenía estas palabras en la boca, las cuales eran tristes nuevas y señales para todos. Daba voces principalmente los días de fiesta y perseverando en esto siete años y cinco meses a la continua, nunca enronqueció ni jamás se cansó: hasta tanto que llegado ya el tiempo, cuando fue la ciudad cercada, entendiendo todos claramente lo que significaba, él se reposó. Y rodeando otra vez la ciudad por encima del muro, gritaba con la voz alta:

¡Ay, ay de ti ciudad, templo y pueblo!

Como llegando ya el fin de sus días, se dijo a sí mismo:

Ay de mí también.

Una piedra lanzada con una de aquellas ballestas [catapulta romana], lo mató, y le hizo salir el alma que aun lloraba todo el daño y destrucción que tenía presente.[6]

 

En este desgarrador testimonio es posible ver que en Jesús ben Ananías se cumple la gran mayoría de descripciones que da la profecía acerca de los dos testigos: este personaje profetiza en Jerusalén, muere a manos de Roma (la bestia, según se analiza en secciones posteriores), profetiza de cilicio, atormentó a los moradores de la tierra de Israel, casi con seguridad los judíos sintieron alegría que este haya muerto, por ende, es también probable que no le hayan dado adecuada sepultura, y al profetizar un mensaje atribuible a Dios (cf. Dt. 18:22), siendo fiel hasta su muerte, de seguro Dios lo resucitó; llevando su alma al cielo.

Resulta particularmente llamativo que este profeta haya anunciado explícitamente ‘ayes’ a Jerusalén y su pueblo; en Apocalipsis en muchas oportunidades se usa este mismo término para también anunciar castigos a la ciudad (8:13, 11:14, 18:10-19, etc.).

Considérese que en Ap. 17:5 y 18, a Babilonia se le llama “la gran ciudad”, igual que en Ap. 11:8, “que en sentido espiritual se llama Sodoma y Egipto, donde también nuestro Señor fue crucificado”, en una evidente referencia a Jerusalén, donde Jesús fue crucificado. Como se ha venido diciendo, aquel pueblo, y por metonimia su ciudad, llegó a un punto de corrupción que le hizo comparable a las proverbiales ciudades paganas de Babilonia, Egipto y Sodoma.[7] Ver a Roma en este pasaje es inadmisible, ya que significaría caer en el ya discutido simbolismo del simbolismo: Babilonia-Egipto-Sodoma como vehículos para referir a Jerusalén, y a su vez Jerusalén como vehículo para representar Roma.

 

B) Santiago el Justo. Antes de todo, se debe aclarar que en el periodo apostólico hubo tres personajes notables llamados Santiago (Jacobo): Santiago el Mayor, uno de los doce apóstoles, hijo de Zebedeo y hermano de Juan (Mt. 10:2), muerto por Herodes Agripa I entre el 41 y el 44 d.C. (Hch. 12:2); Santiago el Menor, otro de los doce apóstoles, hijo de Alfeo (Mt. 10:3, 15:40) y hermano del apóstol Judas Tadeo (Jud. 1:1, Lc. 6:14-16); y finalmente Santiago el Justo, hermano de Jesús (Mt. 13:55), posible autor de la epístola de Santiago, y referido varias veces por Pablo (Gál. 1:15-20, 2:1-10, 2:11-21, entre otros.). Sobre este último, hay varias correspondencias de su ministerio con la descripción de los dos testigos de Apocalipsis. En estos detalles, James Stuart Russell comenta:

 

Es imposible concebir una representación más adecuada de los antiguos profetas y de la ley de Moisés que el apóstol Santiago. Es incuestionable que era un fiel testigo de Cristo en Jerusalén. Su residencia habitual, si no su residencia fija, era allí: su relación con la iglesia de Jerusalén hace esto casi seguro. Ningún hombre de aquellos días tenía más derecho a ser llamado un Elías. No era un cortesano untuoso, ni un profetizador de cosas buenas, sino un asceta en sus hábitos, severo y osado en sus denuncias del pecado, un hombre cuyas rodillas tenían callos, como los de un camello, a fuerza de mucha oración, cuya impávida integridad y primitiva santidad le ganaron, aun en aquella malvada ciudad, el apelativo de el Justo: ¿no era ésta la manera en que se conducía un hombre que “atormentaba a los que moran en la tierra”, y respondía a la descripción de un testigo de Cristo? Todavía podemos escuchar el eco de aquellas severas reprimendas que mortificaban a aquellos hombres orgullosos y codiciosos que “oprimían al obrero en su salario”, reprimendas que predecían la ira que vendría prontamente y que ahora estaba tan cercana. “Aullad, oh ricos, por las miserias que os vendrán. Habéis acumulado tesoros en los últimos días”. ¿Quién puede con mayor probabilidad ser nombrado uno de los testigos-profetas de los últimos días que Santiago de Jerusalén, “el hermano del Señor”?

Concerniente al tiempo y la manera exactos del martirio de este testigo, puede haber alguna duda, pero del hecho mismo, y de haber tenido lugar en la ciudad de Jerusalén, no puede haber ninguna. En todo caso, hasta ahora, Santiago, en la manera de su vida y de su muerte, responde con notable justeza a la descripción de los testigos que se da en Apocalipsis.[8]

 

La controversia en torno a la fecha de su muerte se da debido a que Hegesipo la sitúa en el 69 d.C.,[9] mientras que Josefo en el 62:

 

[El sumo sacerdote] instituyó un consejo de jueces, y tras presentar ante él al hermano del llamado Jesucristo, de nombre Santiago, y a algunos otros, presentó contra ellos la falsa acusación de que habían transgredido la ley y, así, los entregó a la plebe para que fueran lapidados.[10]

 

Independientemente de la fecha, Santiago fue muerto a manos de los judíos, a quienes confrontó durante su ministerio, tal como se profetiza sobre los testigos, siendo una posibilidad bastante sugerente.

 

C) Otras posibilidades. Russell postula como al segundo testigo al apóstol Pedro, quien, de forma similar a Santiago el Justo, profetizó en Jerusalén haciendo grandes señales, denunciando el pecado de Israel y anunciando su destrucción. Russell, entre otras correspondencias, interpreta que 1 Pe. 5:13: “La iglesia que está en Babilonia, la cual Dios ha escogido lo mismo que a ustedes…” es una referencia a Jerusalén, desde donde Pedro escribe; el mismo apelativo que le da Juan a la ‘Gran Ciudad’ (cf. Ap. 11:8, 17:5), poniendo un tinte escatológico sobre Jerusalén comparable al de Juan.[11] Otros personajes del Nuevo Testamento que pueden ser buenos candidatos para ser estos dos testigos son: Juan Bautista (identificado con Elías en los evangelios) y Esteban; Santiago el Mayor con Santiago el Justo, Martirizados en Jerusalén; Pedro y Pablo, martirizados por Nerón (la bestia).[12]

 

Naturalmente ha de admitirse que en ningún caso es posible ver correspondencias exactas entre todos los detalles de la profecía de Ap. 11:3-14 con la historia de cualquiera de los personajes nombrados en esta sección, pero también es razonable dejar ciertos aspectos menores de la profecía a un entendimiento simbólico y no caer en un literalismo rígido, como normalmente ocurre en los cumplimientos de otras profecías bíblicas. No obstante, en esta interpretación se recoge un amplio entendimiento literal de Ap. 11, limitando las alegorías artificiales: donde el Templo de los vv. 1-2 es una referencia literal a este y a su destrucción, los dos testigos simbolizados por dos candelabros y dos olivos son personas literales que profetizan sobre la ciudad y provocan el odio de sus habitantes, y la ciudad del v. 8, comparable a Sodoma y Egipto, es efectivamente el lugar donde Jesús fue crucificado.



[1] Esta interpretación es lejos la más frecuente entre reformados, amilenialistas y premilenialistas históricos. Ver por ejemplo el comentario de Bleasey-Murray en Carson et al. ed., Nuevo Comentario Bíblico Siglo Veintiuno, pág. 1488, Caird, The Revelation of St. John The Divine, pág. 134, Kistemaker, Comentario al Nuevo Testamento, Apocalipsis, pág. 357, David E. Aune, World Biblical Commentary, Volume 52B, Revelation 6-16 (Nashville: Thomas Nelson Inc., 1998), pág. 598, Mounce, Comentario al libro de Apocalipsis, págs. 304-305, entre muchos otros.

[2] Véase el análisis que se hace sobre Ap. 11:8 en el capítulo diecisiete: Apocalipsis I: antecedentes clave, sección sobre Fecha de Apocalipsis: evidencia interna, donde se identifica aquella “gran ciudad” con Jerusalén.

[3] Russell, The Parousia, pág. 432.

[4] Craig Keener, Comentario Bíblico con Aplicación NVI: Apocalipsis (Miami: Editorial Vida, 2013), pág. 340; Holman Bible Publishers, RVR 1960 Biblia de Estudio Holman, pág. 2046; Carson et al. ed., loc. cit.; Caird, op. cit., pág. 135, entre otros.

[5] Keener, op. cit., págs. 341-342.

[6] Josefo, Las Guerras de los Judíos, págs. 323-324, Guerras 6.5.3.

[7] Ver capítulo diez: Evangelios I: antecedentes clave, sección sobre La generación mala y adúltera.

[8] Russell, op. cit., págs. 435-436.

[9] Ibíd. pág. 436.

[10] Josefo, Antigüedades 20.9.1. Año 62 d.C.

[11] Russell, op. cit., págs. 436-440.

[12] Muñoz, Apocalipsis. Comentarios a la Nueva Biblia de Jerusalén, pág. 93.


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