16.5 Las siete epístolas: La gloria manifiesta en la segunda venida


 

Y cuando aparezca el Príncipe de los pastores, vosotros recibiréis la corona incorruptible de gloria. 1 Pe. 5:4.

 Dentro de las siete epístolas hay algunos pasajes que tradicionalmente se han entendido como que los santos vivos serían transformados en seres glorificados en su vida terrenal en el momento de la segunda venida de Cristo; este pasaje de 1 Pedro es interpretado generalmente en ese sentido. De ser así, entonces los planteamientos del preterismo estarían en serias dificultades, ya que no hay registro histórico que los santos vivos en el primer siglo fueran “glorificados” en vida. Sin embargo, ante esto se puede apelar que la “corona incorruptible de gloria” no es un indicativo de trasformación física, sino de una gloria celestial después de la muerte, de la esperanza celestial de la vida eterna (término empleado preferentemente por Juan) y es referido también en Stg. 1:12 o por Pablo en 1 Co. 9:25, 2 Ti. 4:8 como obtenible en el momento de la segunda venida. Ap. 2:10 dice: “…Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida”. En todas las apariciones de esta expresión, cada escritor asume que sus lectores entienden perfectamente de que se trata aquella corona referida;[1] no es algo de lo que quepa duda ni que merezca mayor explicación, por lo que debe tratarse de una recompensa esencial del evangelio. José Salguero comenta:

 

La corona simboliza aquí el premio eterno por los méritos adquiridos en este mundo. Como el griego lleva el artículo, indica que la promesa de una tal corona era conocida de los destinatarios de la epístola.[2]

 Se debe entender que mientras Jerusalén aún estaba en pie junto con el Templo, los judíos ejercían una enorme presión en lo religioso sobre los cristianos, sobre todo los cristianos judíos ya que experimentaban una tremenda tensión entre sus antiguas prácticas, las costumbres de sus ancestros y su identidad nacional de lo cual tuvieron que apartarse para seguir a Jesús. Estos judíos además eran perseguidos, despojados de sus negocios, bienes o fuentes de trabajo por sus compatriotas; delatados incluso por familiares, donde la única esperanza era una salvación que aún no habían visto ni experimentado más que por la fe. Al manifestarse el día del Señor que traería el fin de ese estado tan tedioso para los judíos cristianos, el remanente justo, mediante el juicio a sus perseguidores y enemigos mediante fuego y destrucción, sería el indicador más cierto que tendrían a plena vista acerca de las promesas que hasta esos momentos, solo habían aceptado por fe. Es por esto que también Pedro les dice: “…sino gozaos por cuanto sois participantes de los padecimientos de Cristo, para que también en la revelación de su gloria os gocéis con gran alegría” (1 Pe. 4:13). J. S. Russell comenta:

 

Está bastante claro que, como lo ve el apóstol, la revelación de la gloria, la manifestación del Príncipe de los pastores, la recepción de la corona inmarcesible, y el fin del sufrimiento, todo estaba en el futuro inmediato Si [Pedro] estaba errado en esto, ¿es digno acaso de confianza en alguna cosa?[3]

 Juan por su parte (a sus destinatarios gentiles) afirma que en la manifestación de Cristo en su venida, los cristianos debían tener la confianza que no serían excluidos de su presencia (1 Jn. 2:28), sino que la obra del florecimiento del amor Cristo manifiesto en las vidas mismas de sus seguidores era la señal de la seguridad de su salvación, además, desde el plano espiritual, la iglesia estaba en una posición dentro del nuevo pacto; hechos justos en Cristo: “pues como él es, así somos nosotros en este mundo” (1 Jn. 4:17). Según lo analizado en la sección sobre Tipo de juicio según audiencia, además del capítulo catorce, cuando los apóstoles se dirigen a los gentiles para exponer acerca del juicio, lo hacen refiriendo al aspecto de su salvación futura expresada en la idea de la herencia de la vida eterna y la resurrección de sus almas, excluyendo del mensaje la destrucción de su tierra (1 Tes. 4, 1 Co. 15), de esta forma cuando Juan dice: “Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es” (1 Jn. 3:2, cf. Rom. 8:18) debe referirse a la promesa fundamental del evangelio acerca de la vida eterna, la cual se cumpliría en la resurrección de los muertos luego del día del Señor (cf. Rom. 8:29, 1 Co. 2:9, 13:12, Co. 3:4-5, 2 Co. 4:17-18).



[1] La corona (lauréola) acá se refiere al reconocimiento de los ganadores en deportes y otros condecorados militares, civiles o religiosos en el mundo romano y griego a quienes se les ponía una corona de ramas de olivo, laurel u otro en la cabeza, lo cual con el paso de los días se marchitaba, a diferencia del galardón inmarchitable de la vida eterna en el cielo. Esto no era de uso exclusivo de griegos y romanos, recordar que Jesús también fue coronado de esta forma en su crucifixión en Jerusalén —pero de manera despectiva— poniendo probablemente un tejido de acantos espinosos (similares a las ortigas) para mofarse del “Rey de los judíos”.

Ver Keener, Comentario del contexto cultural de la Biblia. Nuevo Testamento, pág. 307.

[2] Profesores de Salamanca, Biblia Comentada, Tomo VII Epístolas católicas. Apocalipsis, pág. 141.

[3] Russell, The Parousia, pág. 317.

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