Conclusión a la tercera parte
En esta tercera parte se inició un viaje por el Nuevo Testamento, en el cual se identifica a la generación de judíos contemporánea a Jesús como la ‘generación mala y adúltera’. Esta generación no solo rechazó al mesías prometido mediante los profetas antiguos, sino que también matan al ungido de Dios. Más adelante, estos mismos judíos inician una persecución por Israel para matar a todos los que aceptaron el mensaje de Jesucristo y de sus apóstoles.
En vista de toda esta situación,
Jesús, el Dios mismo hecho hombre, profetiza que ellos serían condenados a
exterminio y que el pacto que Él había hecho con aquel pueblo sería terminado.
Jesús establece un nuevo pacto antes que se termine el antiguo, este nuevo
pacto sería eterno debido a que se sostiene en la pura gracia de Dios.
Jesús anuncia a los judíos que
aquella era y pacto terminaría con una segunda manifestación de su persona,
pero ahora en su pura naturaleza divina, para castigarlos por su enorme mal, y
para vindicar toda sangre justa que derramó Israel desde el principio.
El lenguaje que utiliza Jesús para
anunciar este momento de destrucción corresponde con el mismo lenguaje que
usaban los antiguos profetas para indicar la destrucción de los pueblos sujetos
de la ira de Dios.
En el año 70 d.C., en esa misma
generación, Jesucristo se manifiesta como visitando el mundo, en las nubes de
la gloria de Dios, y usa a los ejércitos romanos para arrasar con aquellos
perversos que faltaron el pacto de Dios de todas las formas imaginables. El
Templo es destruido para siempre, danto un golpe fatal al corazón del Antiguo
Pacto.
Luego de esto, el pacto de Dios con
la humanidad trasciende las fronteras de ‘la tierra’ de Israel para formar un
cielo nuevo y una tierra nueva, en la cual se halla la nueva Jerusalén
celestial, la cual es la iglesia universal establecida por Jesús en el mundo
para llevar el mensaje de salvación y de vida eterna a todos los que crean.
Desde ese instante, la muerte no
tiene poder sobre los escogidos de Dios, ya que Dios les resucita de entre los
muertos para habitar de forma incorruptible en su reino celestial para siempre,
formando una gran comunidad con quienes también aún están en el mundo.