19.5 Apocalipsis III: epílogo: La resurrección

 


Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección… (Ap. 20:6).

 

En Ap. 20, aparte del asunto del llamado ‘reino milenial’, es el capítulo donde se narra sobre la resurrección

El momento en que Satanás es arrojado al abismo, en la segunda venida, ocurre la resurrección de los muertos. En este caso, es evidente que no hay una regeneración de los cuerpos carnales, sino que todo esto sucede en una escena espiritual. Ap. 20:4 menciona a tronos (los cuales son celestiales), y explícitamente a las almas de los decapitados por la causa de Cristo, que a su vez, naturalmente no adoraron a la imagen de la bestia y que por lo tanto, tampoco tenían su marca. Estos son partícipes del reino de los cielos, en el cielo mismo.

El relato continúa con el asunto de la condena de Satanás, la cual tiene una primera etapa en el momento mismo de la parusía y su punto final mil años después (vv. 7-10), donde ya estaban la bestia y su falso profeta siendo atormentados.

Retomando la lógica de la escena, se continúa con la descripción del juicio ante el gran trono blanco, donde hay un paralelo con el anuncio de esto mismo por parte de Jesús en Mt. 25:31-46.[1] Es bastante llamativo que ‘el cielo y la tierra’ hayan huido de este juicio, y solo el mar y el Hades (equivalente al Sheól) hayan participado del juicio entregando a sus muertos. En este sentido, se entiende que el juicio tiene la función de condenar a los muertos que van a destrucción, mientras que el ‘cielo y la tierra’, según se muestra en los caps. 21-22, son el lugar para los habitantes del reino de Dios.

Un asunto destacable es que ‘la muerte y el Hades’ es destruido (20:14), es decir, que aquel lugar para los muertos donde se hallaban las almas en el ‘estado intermedio’ ya deja de existir. El lugar para las almas es desde ese momento en adelante el lago de fuego que también consume el Hades, pero también hay almas que van al lugar donde reinan los santos que han sido parte de la primera resurrección.

La referencia a la ‘segunda muerte’ (vv. 6, 14) es el lago de fuego o la muerte que hay después de la muerte; entendiéndose que lo que persiste después de la muerte física de la carne es el alma. En el caso de los condenados, el alma vuelve a ‘morir’ luego de ser condenada. Esto no puede entenderse como una aniquilación del alma, ya que al menos el falso profeta y la bestia (personas humanas) son echados en el lago de fuego, donde “serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos” (Ap. 20:10).

Ap. 20:5 resulta particularmente problemático de tratar: “Pero los otros muertos no volvieron a vivir hasta que se cumplieron mil años. Esta es la primera resurrección”. Estos ‘otros muertos’ son los que serían condenados para juicio y tomento eterno. El pasaje presenta dificultad no solo para el preterismo total, sino que para cualquier otro sistema de interpretación, ya que independientemente del momento en que se identifique la parusía, la resurrección de los injustos aparece siempre asociada al mismo momento que la resurrección de los justos. Evidencia hay clara de ello tanto en Dn. 12:2, Mt. 25:31-46, Rom. 14:10-12, 2 Co. 5:10, etc., como en la tradición judía representada en una buena cantidad de textos apócrifos.[2] La indicación (fuera de este pasaje) acerca del momento del juicio para los impíos, es unánime en indicar que sería en el mismo momento que el juicio de los justos y no en un momento posterior.

Otro punto que resulta contradictorio es el hecho que después de los mil años, cuando Satanás es soltado y vuelto a apresar para ser finalmente condenado, la bestia y el falso profeta ya estaban en ese lugar siendo atormentados. Esto contradice con la sentencia del v. 5 que habla acerca de los impíos y su resurrección al final del periodo de mil años.

Una posible solución a este asunto, es considerar que la oración “Pero los otros muertos no volvieron a vivir hasta que se cumplieron mil años” no aparece en varios manuscritos ni citas. Dentro de ellos, el más importante es el Códice Sinaítico [א, 01] (330 d.C.): el más antiguo de los cuatro grandes códices unciales que contiene Apocalipsis, y quizá, el texto de mayor autoridad entre todo el universo de manuscritos del Nuevo Testamento. Este texto tampoco figura en el testimonio del primer comentarista occidental de Apocalipsis: Victorino de Petovio (250-303 d.C.), ni en la Biblia de Filoxeno de Mabbug [syph] (507/508 d.C.), ni en el texto Koiné Mayoritario de la tradición de Apocalipsis [𝔐K]. También se omite en los manuscritos 2030, 2053, 2062, 2377 (siglo VII en adelante) y en el comentario del Beato de Liébana (siglo VIII).[3] En el caso que esta frase no la hubiera escrito Juan, y que pertenezca a una nota marginal de un copista que luego paso a formar parte del texto, entonces la contradicción también desaparece. Si el texto fuera genuino, entonces el juicio y resurrección de los impíos para castigo, simplemente tendría lugar en el momento de la destrucción de Satanás.



[1] Ver capítulo doce: Evangelios III: en el monte de los olivos, sección sobre El trono de gloria.

[2] 1 Enoc 108, 2 Bar. 30:1-5, 4 Esd. 7:26-44, El Testamento de Leví, y otros. Compárese con Ap. de Pedro.

[3] Según el aparato crítico del Novum Testamentum Graece de Nestle-Aland Vigésima octava Edición (NA28).

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