19.1 Apocalipsis III: epílogo: Jerusalén, Babilonia la grande

 


Vi a la mujer ebria de la sangre de los santos, y de la sangre de los mártires de Jesús; y cuando la vi, quedé asombrado con gran asombro. (Ap. 17:6).

 

Toda la escena de Ap. 17:1-19:5 es una continuación de la gran señal alegórica de Ap. 13, donde Juan ve a la bestia que sube del mar y a la bestia que sube de la tierra, ya que el ángel que guía al profeta por los lugares celestiales le dice: “Esto, para la mente que tenga sabiduría…” (17:9), donde explica el simbolismo de cada elemento de la imagen que se muestra, y además, la misma imagen de la bestia de Ap. 13 se repite en esta nueva sección.

Este episodio narra de forma similar al cap. 12, el conflicto entre una mujer y un ser maligno, sumando una nueva antítesis a las muchas que hay en esta profecía.[1] De acuerdo al modelo del análisis de aquel capítulo, se identificarán los dos personajes de esta visión y el conflicto que hay entre ellos.

 

A) La ramera. La interpretación de esta visión la ofrece Ap. 17:18: “Y la mujer que has visto es la gran ciudad que reina sobre los reyes de la tierra”.[2] Según otros pasajes, como Ap. 14:8, 16:19, 18:10, 16, 21, a esta gran ciudad se le llama también ‘Babilonia’. Según Ap. 11:8, donde dice: “…la grande ciudad que en sentido espiritual se llama Sodoma y Egipto, DONDE TAMBIÉN NUESTRO SEÑOR FUE CRUCIFICADO”, se llega a la conclusión natural que la gran ciudad es Jerusalén, el lugar de crucifixión de Jesús, y que debido a su condición mala y adúltera (Mt. 3:7, 12:34, 39, 16:4, cf. 7:11, 23:33, Mal 2:11) es llamada espiritualmente como Sodoma, Egipto o Babilonia, ciudades que son respectivamente sinónimo de adulterio, plagas e idolatría. También, en el Antiguo Testamento, prácticamente todas las referencias a una ciudad o pueblo adúltero son dirigidas a Jerusalén e Israel (Lev. 17:7, Is. 1:21, Jer. 3:1-9, 31:32, Ez. 16:20, 23:4-5, Os. 1:2, 2:5, Miq. 1:7 y otros), por lo que por el solo peso escritural, la atención debe centrarse en esa dirección.

En los caps. 17-18 hay muchas otras referencias a la identificación de la ramera con Jerusalén. Una relación notable está entre Ap. 17:4, 18:16 y la descripción de Josefo del Templo:

 

Y la mujer estaba vestida de púrpura y escarlata, y adornada de oro, de piedras preciosas y de perlas, y tenía en la mano un cáliz de oro lleno de abominaciones y de la inmundicia de su fornicación… ¡Ay, ay, de la gran ciudad, que estaba vestida de lino fino, de púrpura y de escarlata, y estaba adornada de oro, de piedras preciosas y de perlas! (Ap. 17:4, 18:16).

 

Estaban nueve de las diez puertas guarnecidas y cubiertas de oro y plata, así como los postigos y umbrales de ellas… cada puerta tenía dos hojas de treinta codos de alto y quince de ancho[3]… la puerta del Templo era sin duda mayor, porque era de cincuenta codos de alto y tenían las puertas cuarenta codos, estaban mucho más magníficamente adornadas, porque abundaba más oro y plata[4]… las métopas estaban cubiertas de oro… La puerta de la sala estaba cubierta de oro, según dije, y alrededor de ella, las paredes estaban cubiertas del mismo metal. Los pámpanos que tenía en lo alto de la puerta también eran de oro, de los cuales colgaba unos racimos de la altura de un hombre… La fachada exterior del Templo se mostraba de tal manera, que no había ojos ni ánimo que lo viesen y que no se maravillaran. Estaba toda cubierta con unas pesadas planchas de oro… donde el Templo no estaba dorado, se destacaba la blancura del mármol… Tenía más de una cortina de la misma largura, es a saber, el velo que llamaban de Babilonia, variado y tejido de colores los cual era: lana violeta, lino, escarlata y púrpura. Era un trabajo hecho y labrado como obra maravillosa, había mucho que ver en la mezcla de colores, porque parecía allí una imagen de todo el universo: con el escarlata que parecía que representaba fuego, con el lino la tierra con el púrpura el mar. Estaba el velo babilónico bordado con todo el orden y movimiento de los cielos, excepto los signos del zodiaco.[5]

 

En el techo del Templo había púas de oro que impedían que las aves se pararan allí y lo ensuciaran; se sentía el olor constante de los trece perfumes e inciensos más finos que los judíos podían encontrar para perfumar el lugar.[6] En su composición, el Templo tenía toneladas de oro finamente elaborado, piedras preciosas, mármol, y velos babilónicos de lino fino color púrpura y escarlata. Respecto a la Torre Antonia, adyacente al Templo, Josefo dice que “Los portales tenían doble fila de columnas de veinticinco codos de alto cada una, todas cortadas de mármol blanco de una sola pieza… Estaba todo el espacio del patio enlosado de toda diversidad de piedras de variados colores”.[7] La referencia a Jerusalén como la gran ciudad adornada con oro, piedras preciosas, lino púrpura y escarlata, parece ahora bastante directa.

Craig Keener además señala que en aquel contexto, las prostitutas se caracterizaban por vestir sofisticada y lujosamente,[8] por lo que la mera apariencia ostentosa del Templo evocaba la asociación entre una ramera y la ciudad lujosamente ornamentada con oro y vestidos finos.

Respecto a las perlas, cabe señalar se encuentran en moluscos vivos, por lo que se requiere recolectar ostras y almejas para extraerlas. Considérese que estos moluscos eran ceremonialmente impuros para comer, por lo que la belleza de las perlas provenía de un animal inmundo,[9] sugiriendo posiblemente una connotación negativa en este elemento. Por otro lado, y si bien en las Escrituras hay usos positivos de este elemento (Job 28:18, Mt. 13:35-36), también hay ejemplos de su uso en términos negativos, como de un elemento de lujo excesivo, acompañado también de púrpura, lino u oro (Ez. 27:16, 1 Ti. 2:9).

Otro asunto que conduce a identificar a Jerusalén con la gran ramera es su sed de sangre santa, motivo por el cual se le juzga:

 

17:6

18:20

18:24

19:2

Vi a la mujer ebria de la sangre de los santos, y de la sangre de los mártires de Jesús; y cuando la vi, quedé asombrado con gran asombro.

Alégrate sobre ella, cielo, y vosotros, santos, apóstoles y profetas; porque Dios os ha hecho justicia en ella.

Y en ella se halló la sangre de los profetas y de los santos, y de todos los que han sido muertos en la tierra.

… ha juzgado a la gran ramera que ha corrompido a la tierra con su fornicación, y ha vengado la sangre de sus siervos de la mano de ella.

 

La ciudad condenada por embriagarse de la sangre de los santos, mártires de Jesús y profetas es Jerusalén. Este es el momento preciso en que se vindica la sangre de aquellos muertos por el testimonio de Jesús; se da la retribución por la sangre de los que moran en la tierra (6:9-10). Según lo analizado en varias secciones anteriores, los judíos de esa generación son los responsables por la sangre de los profetas de la tierra (gr. ) desde el tiempo de Abel en delante (Mt. 23:32-37, Hch. 7:51-52), persiguieron a la iglesia,[10] y son condenados por ello. Nadie más que los judíos habían matado a los profetas en el pasado. Esteban antes de su muerte declaró a los judíos: “¿A cuál de los profetas no persiguieron vuestros padres? Y mataron a los que anunciaron de antemano la venida del Justo, de quien vosotros ahora habéis sido entregadores y matadores” (Hch. 7:52), mientras que Pablo también escribió: “Éstos [los judíos] mataron al Señor Jesús y a los profetas, y a nosotros nos expulsaron. No agradan a Dios y son hostiles a todos, pues procuran impedir que prediquemos a los gentiles para que sean salvos. Así en todo lo que hacen llegan al colmo de su pecado. Pero el castigo de Dios vendrá sobre ellos con toda severidad”. (1 Tes. 2:15 NVI). Históricamente, después de la destrucción de Jerusalén en el año 70, cesa la persecución judía al cristianismo.

El tercer asunto que por ahora se argumenta para identificar a esta mujer con Jerusalén es la expresión del v. 18:4:

 

Y oí otra voz del cielo, que decía: Salid de ella, pueblo mío, para que no seáis partícipes de sus pecados, ni recibáis parte de sus plagas.

 

Este versículo habla que dentro de la gran ciudad hay ‘pueblo de Dios’, quienes deben salir de allí para no recibir el castigo de las plagas. Esto se corresponde con lo ya expuesto en una sección del capítulo anterior,[11] donde se concluye que los 144.000 que se mencionan en esta profecía son los judíos cristianos que vivían allí y que escaparon de la ciudad antes de la llegada de esta gran tribulación (Lc. 21:20-24) hacia la ciudad de Pela en Perea.[12]

El asunto del remanente fiel es parte integral de las profecías apocalípticas en el Antiguo Testamento. Jamás Dios anuncia una destrucción completa de su pueblo, aunque sus pecados hayan sido considerables. Esto, para la mentalidad judía, era una verdad intransable y se resume en el siguiente pasaje:

 

Porque no abandonará Jehová a su pueblo,

Ni desamparará su heredad.

(Sal. 94:14).

 

Es difícil intentar congeniar una eventual destrucción mundial con una orden de este tipo (v. 18:4), según plantea la postura futurista. Si el planeta Tierra estuviera condenado a ser destruido, quemado y erradicado, afirmaciones como la anterior (Ap. 18:4) o pasajes como 2 Pe. 3:12-13, donde hay una expectativa de bendición terrenal luego de un hipotético cataclismo mundial —o las mismas palabras de Jesús en el sermón del monte de los olivos, donde explícitamente se ordena huir de la gran tribulación por medios humanos (a pie, desde el campo, en un día que no sea sábado, etc.)— tienen una seria dificultad interpretativa práctica y necesariamente deben buscarse interpretaciones alegóricas para que puedan encajar con los otros planteamientos futuristas. Para el preterismo, estas indicaciones sencillas y directas se deben interpretar como la huida de Jerusalén antes de su destrucción en el año 70 d.C.

 

B) La bestia. De acuerdo a lo analizado en el capítulo anterior,[13] esta bestia es el Imperio Romano y sus cabezas representan la sucesión de sus césares desde Julio César. La interpretación autorizada del ángel que interpreta la visión, afirma que el sexto rey es quien al momento de la visión es el que rige, es decir, Nerón (v. 10).

 

C) El conflicto. Jerusalén es representada como una mujer fornicaria adornada de piedras preciosas, ubicada en el desierto —así como Jerusalén— pero sentada sobre la bestia. Como antecedente, en Ez. 23 se plantea una alegoría similar a Ap. 17, donde a Jerusalén y Samaria se les personifica como dos mujeres que se acostaron con varios varones, los que simbolizan a los asirios, egipcios y babilonios, representando el adulterio y la fornicación espiritual en términos bastante explícitos: “Y se enamoró de sus rufianes, cuya lujuria es como el ardor carnal de los asnos, y cuyo flujo como flujo de caballos” (Ez. 23:20). No obstante, sus amantes se vuelven contra estas mujeres adúlteras, despojándolas de su lujosa vestimenta:

 

Y vendrán contra ti carros, carretas y ruedas, y multitud de pueblos. Escudos, paveses y yelmos pondrán contra ti en derredor; y yo pondré delante de ellos el juicio, y por sus leyes te juzgarán. Y pondré mi celo contra ti, y procederán contigo con furor; te quitarán tu nariz y tus orejas, y lo que te quedare caerá a espada. Ellos tomarán a tus hijos y a tus hijas, y tu remanente será consumido por el fuego. Y te despojarán de tus vestidos, y te arrebatarán todos los adornos de tu hermosura. Y haré cesar de ti tu lujuria, y tu fornicación de la tierra de Egipto; y no levantarás ya más a ellos tus ojos, ni nunca más te acordarás de Egipto. Porque así ha dicho Jehová el Señor: He aquí, yo te entrego en mano de aquellos que aborreciste, en mano de aquellos de los cuales se hastió tu alma. (Ez. 23:24-28).

 

Otro capítulo que presenta gran paralelo con Ap. 17 es Ez. 16, donde se asocia mediante alegoría a Jerusalén con una mujer rústica, a quien Dios desposó (v. 8); luego la lavó, perfumó, adornó con oro, plata y vestidos de lino (vv. 9-13), sin embargo, ella fornicó (v. 15): tanto con ídolos como con los egipcios, asirios, cananeos y caldeos (vv. 26-29). Por esta causa, Dios la califica de ‘ramera’ (v. 35), y le advierte que sus amantes se volverán contra ella para destruirla con fuego (vv. 37-41). Debido a su adulterio, repetidas veces Dios también llama a Jerusalén la hermana de Sodoma (vv. 48-58). Históricamente, Babilonia arrasa Jerusalén al poco tiempo de profetizar estas palabras, quemando su ciudad y su Templo en el 586 a.C.

A juzgar por la imagen de Apocalipsis y por los paralelos en Jeremías, más que el hecho de una montura de la mujer sobre la bestia —como en el acto de cabalgar— esta escena tiene más sentido si se entiende como que la mujer explícitamente fornica con la bestia aberrante. En este sentido, el estar ‘sentada sobre la bestia’ es un eufemismo para referirse al adulterio espiritual que comete Jerusalén con Roma, abandonando a su Dios verdadero, de la misma manera en que Israel lo hizo en el pasado con las otras potencias extranjeras.

Según lo expuesto en el capítulo anterior,[14] los judíos al crucificar al Mesías aludieron a que el César era su Señor, cayendo en el mismo tipo de prácticas que los israelitas del tiempo de Ezequiel respecto a los pueblos vecinos. Los judíos con sus actos rendían pleitesía a Roma. Si bien, lo judíos practicaban la ley, la cual prohibía la adoración a hombres, en la práctica proclamaban lealtad al César. Al adorar al César se adora a Satanás, por lo que los judíos que caían en estas prácticas eran parte de “la sinagoga de Satanás” (Ap. 2:9, 3:9). Esa unión idolátrica entre los romanos y judíos, hizo que Jesús fuera crucificado a manos de los romanos, pero instigados por los judíos (Lc. 23, Jn. 19) y que los santos enviados después de Él, también fueran matados y perseguidos de la misma manera (Hch. 4:27, 16:20, 17:7, 21:11, etc.).

De forma similar al hilo narrativo de Ez. 16 y 23, en Ap. 17:16 dice que luego de que Jerusalén haya adulterado con Roma, la bestia, este amante extranjero sería también el pueblo que destruiría Jerusalén: “Y los diez cuernos que viste en la bestia, éstos aborrecerán a la ramera, y la dejarán desolada y desnuda; y devorarán sus carnes, y la quemarán con fuego”. Una vez más, la condena de Jerusalén es profetizada mediante el fuego, haciendo referencia a la quema del templo y la ciudad en el año 70. Josefo narra que hasta antes de la revuelta, en el Templo se ofrecían ofrendas y oraciones por el César —una clara señal de adulterio espiritual— y el acto que gatilló oficialmente la rebelión de los judíos en el año 66, fue el cese de esas prácticas; no por temor de Dios, sino para manifestar rebeldía al imperio:

 

En el templo de Jerusalén había un hombre, llamado por nombre Eleazar, hijo del pontífice Ananías, mancebo muy atrevido, capitán en aquel tiempo de los soldados, que persuadió a los que servían en los sacrificios que no recibiesen algún don y ofrenda de hombre nacido que no fuese judío. Esto era ya principio y materia para la guerra de los romanos, porque desecharon el sacrificio al César que se solía ofrecer por el pueblo romano.[15]

 

El adulterio espiritual de Israel llegó a tal punto, que por sobre haber profanado el Templo con homicidios en sus atrios, actos sacrílegos, bastión para tiranos y saqueadores, y otras muchas faltas a la ley, entre el 67 y 70 d.C., el último Sumo Sacerdote, Pinjas ben Samuel, ejerció el cargo sin ser descendiente de Aarón, tampoco era levita ni aún era israelita, sino que era un idumeo incircunciso que ni siquiera sabía de qué se trataba el oficio. De este, Josefo señala:

 

Vino el pueblo a sujetarse tanto y a tanto amedrentarse, y vinieron éstos a tanto ensoberbecerse, que estaba en mano de ellos [refiriéndose a los zelotes] la elección del sumo sacerdote. Dejando, pues, las familias de quienes eran los sumos sacerdotes sucesores criados y elegidos, hacían nuevos, que ni eran nobles, ni eran tampoco conocidos, por tener compañeros de sus maldades… echaban suerte en quién sería pontífice: cayó por caso la suerte en un hombre, por cuyo medio mostraron todos la maldad grande que en el corazón tenían; se llamaba Pinjas, era hijo de Samuel, natural de un lugar llamado Aftha, el cual no solamente no era del linaje de los sumos sacerdotes, pero que ni aun sabía qué cosa fuese ser un sumo sacerdote: tan rústico y grosero era. Haciéndolo, pues, venir a pesar suyo de sus campos, le hicieron representar otra cosa de lo que solía, no menos que suele hacerse en las farsas: y así, vistiéndolo con las vestiduras de sumo sacerdote, presto trabajaron en mostrarle lo que debía hacer, y pensaban que era cosa de burlas y juego tan gran maldad.[16]

 

Estos antecedentes, entre muchos otros, justifican que Jerusalén y su pueblo pase de ser llamado a ostentar en su frente el título “SANTIDAD A JEHOVÁ” (Ex. 28:36) a ser considerado como “BABILONIA LA GRANDE, LA MADRE DE LAS RAMERAS Y DE LAS ABOMINACIONES DE LA TIERRA” (Ap. 17:5, cf. Jer. 3:3).

La conclusión de este drama, en el cap. 18, narra la lamentación de los mercaderes sobre Jerusalén, centro de intercambio comercial del Levante. Del cielo proclaman: “Dadle a ella como ella os ha dado, y pagadle doble según sus obras; en el cáliz en que ella preparó bebida, preparadle a ella el doble” (v. 6), debido a que “…en ella se halló la sangre de los profetas y de los santos, y de todos los que han sido muertos en la tierra” (v. 24). Este capítulo tiene un fuerte paralelo con el libro de Lamentaciones, que llora la caída de Jerusalén en el año 586 a.C., donde también el Templo fue destruido y su cuidad asolada:

 

¡Cómo ha quedado sola la ciudad populosa!

La grande entre las naciones se ha vuelto como viuda,

La señora de provincias ha sido hecha tributaria.

Amargamente llora en la noche, y sus lágrimas están en sus mejillas.

No tiene quien la consuele de todos sus amantes;

Todos sus amigos le faltaron, se le volvieron enemigos…

Pecado cometió Jerusalén, por lo cual ella ha sido removida;

Todos los que la honraban la han menospreciado, porque vieron su vergüenza;

Y ella suspira, y se vuelve atrás.

Su inmundicia está en sus faldas, y no se acordó de su fin…

Di voces a mis amantes, mas ellos me han engañado;

Mis sacerdotes y mis ancianos en la ciudad perecieron,

Buscando comida para sí con que entretener su vida…

Mira, oh Jehová, estoy atribulada, mis entrañas hierven.

Mi corazón se trastorna dentro de mí, porque me rebelé en gran manera.

Por fuera hizo estragos la espada; por dentro señoreó la muerte.

(Lam. 1:1-2, 8-9a, 19-20).[17]

 

En los vv. 19:1-5 se expresa la alegría del cielo por la destrucción definitiva de la ramera, la cual persiguió y mató a los santos desde el principio. Acá también se alude a su incendio, al decir que ‘su humo sube por los siglos de los siglos’ (19:3),[18] recordando el castigo por fuego que muchas veces le fue profetizado.



[1] Ver capítulo dieciocho: Apocalipsis II: iglesias, sellos, trompetas y copas, sección sobre La mujer y el dragón.

[2] Los reyes de la tierra (gr. ) no parece ser una referencia a muchos reyes simultáneos, sino que a partir de la lógica que siguen los vv. 10-12, es más probable que se trate de los reyes históricos de Jerusalén, quienes a lo largo de los siglos han sido un motor activo en la decadencia moral y religiosa de la tierra de Israel.

[3] 450 m2 de superficie de oro por cada entrada, sin considerar umbrales.

[4] 1.050 m2 de superficie de oro. Josefo también alude a enormes cantidades de

[5] Josefo, Las Guerras de los Judíos, págs. 268-270, Guerras 5.5.3-6, cf. Antigüedades 12.5.4, donde se hacen descripciones similares.

[6] Ibíd. Josefo también alude al gran volumen y riquezas que había en Jerusalén (6.10.1) y a enormes cantidades de oro en el Templo (6.5.2).

[7] Josefo, Guerras 5.5.2.

[8] Keener, Comentario Bíblico con Aplicación NVI: Apocalipsis, pág. 536.

[9] Charles L. Vanderpool, The Entities of The Book of Revelation, (Newport: The Apostolic Press, 2016), pág. 99.

[10] Ver capítulo diez: Evangelios I: antecedentes clave, sección sobre La generación mala y adúltera; también capítulo trece: Hechos, sección sobre La persecución judía a la iglesia.

[11] Ver capítulo dieciocho: Apocalipsis II: iglesias, sellos, trompetas y copas, sección sobre Los 144.000 judíos.

[12] Eusebio de Cesarea, Historia Eclesiástica, págs. 126-127, Historia Ecl. 3.5.3.

[13] Ver capítulo dieciocho: Apocalipsis II: iglesias, sellos, trompetas y copas, sección sobre Nerón César y el Imperio Romano: La bestia.

[14] Ibíd.

[15] Josefo, Las Guerras de los Judíos, pág. 143, Guerras 2.17.2.

[16] Ibíd. págs. 215-216. Guerras 4.3.6, 8.

[17] Compárese con Ez. 26-28.

[18] Compárese con Jud. 1:7, donde a Sodoma se le ilustra como castigada con fuego eterno, entendiéndose que ‘el humo de ella [Jerusalén] sube por los siglos de los siglos’ es una expresión figurada y no literal.

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